Como el ángel (solo que esta vez caído) que se anuncia y trae nuevas, Gabrilo Princip provocaba, tras hacer retroceder su gatillo, la puesta en marcha de una maquinaria diplomática de alianzas que dio paso a la Primera Guerra Mundial.
Y, del mismo modo, aquel bachiller bosnio bien se podría disfrazado de Guardia de Asalto y, con su pistola cargada de rencor, encañonar y disparar a la efigie del conservadurismo español de aquel (por desgracia, aún no lejano) 1936.
Dos fogonazos cargados de una metralla que, después tres cuartos de siglo, invitan aún a algunos a conmemorar aquel sueño frigio que nunca pudo ser
Dicen de las armas que las carga el Diablo. Pero, no nos engañemos, las disparan las personas. Y, precisamente, a la Casa Real estos últimos días le están saliendo muchos de esos tiros por la culata.
Dejando a un lado el anecdótico (aunque institucionalmente revelador) traspiés del nieto mayor de Sus Majestades y, como si en Fuenteovejuna los Borbones quisieran demostrar en su semana de recortes que la Sanidad sigue siendo óptima, don Juan Carlos tuvo ayer otro traspiés.
Una caída que le ha hecho romperse la cadera por tres puntos distintos. Aunque, en este caso, lo revelador no ha sido tanto el qué sino el dónde y, más aún, el cómo: en Botswana y, concretamente, en un safari mientras cazaba elefantes.
La instantánea ha dado la vuelta a España. Mejor dicho, ha puesto patas arriba gran parte de nuestro país. Un hecho que, en la celebración de su octogésimo primero aniversario, ciertos sectores de la sociedad han aprovechado para espolear su causa.
Al puro estilo de los viejos albaranes, una batida en ese país del África meridional sale a razón de 47.000 euros; ocho millones de las (también) antiguas pesetas. ¿Demasiado olor a naftalina? La principal crítica de esos sectores hacia la monarquía se ancla, precisamente, en esta idea: la realeza como una tradición anacrónica y, particularmente en España, también impuesta.
Aunque se olviden, al mismo tiempo, de la genuina e igualmente anacrónica inmadurez del pensamiento republicano español.
No obstante, una cosa no quita la otra. La Casa Real tiene su partida particular en los Presupuestos.
O lo que es lo mismo, el Rey tiene su sueldo y, a razón, uno se puede gastar su dinero en lo que quiera.
Un su cuya naturaleza cuya está en el erario público convirtiéndose así en el epicentro del debate. Si el sentido de Estado dice que, en España, nunca un monarca debe reclamar protagonismo un 14 de abril; hay otro sentido, el común, que llama “con la que está cayendo” a una cierta austeridad o, por lo menos, a la no ostentación.
Cada uno es libre de hacer lo que quiera, incluso y excepto el Rey. Una responsabilidad, un privilegio y una carga al mismo tiempo que quien la lleve en su cabeza ha de saber convivir con ella. Y, sin embargo, la imagen, fusil al hombro, de don Juan Carlos certifica que los tiempos de las escopetas siguen siendo, curiosamente, lo único no anacrónico en todo este enredo. No es aún el momento de la República.
Y si desde la Casa Real quieren llevar a esto la contraria, además, en fechas clave, no cabe duda de que se han coronado.