Ya es bien conocido que dicho sentimiento es el que adquiere cualquier animal por los distintos sentidos para integrarse con los suyos. Sabemos que un patito sigue al que esté al lado cuando sale del huevo. En el caso de los humanos la pertenencia se adquiere por los afectos de la niñez y el adoctrinamiento de un idioma, unas costumbres, ciertas creencias y una forma determinada de vivir.
Lo que ahora ha sucedido con la Globalización es que -es de cajón- al avanzar más o menos rápido, ciertas personas pueden sentirse perdidas en las nuevas identidades y esto les lleva a que añoren las anteriores. En este momento parece que son una muy respetable mayoría la que experimenta esos sentimientos de pérdida de cierta identidad. O más que pérdida, que ya no se siente protegido frente a otros que según él, y lo proclaman los defensores de estos nuevos futuros, no debería gozar de esos privilegios de la identidad que solo deberían pertenecer a los antiguos poseedores.
Apreciemos que tanto Trump, como el Brexit, así como Marine Le Pen, o Víktor Orbán –exactamente igual que los políticos de la independencia de Cataluña o del País Vasco- lo que propugnan es la vuelta a esa identidad anterior que proporciona –o debe proporcionar- ciertas seguridades, privilegios y poderes sociales a los que pertenecían a ellas, y ahora pueden perderlas. Defienden al americano de toda la vida, la expulsión o no entrada de extranjeros –por lo menos pobres y mal formados, porque si viene el rey de Arabia Saudí que sea bienvenido- o al habitante del Imperio, a los de la Grandeur Francesa, o a los Magiares más o menos puros. Todos combaten al extranjero. Cierre de fronteras. No a los refugiados o inmigrantes económicos. En fin, defensa a ultranza de los que ya están dentro, de los buenos americanos, británicos, franceses o Magiares que deben seguir identificándose con unas creencias, unos Mitos y sobre todo, unos privilegios. Porque hemos de razonar algo absurdo pero que a veces no nos damos cuenta porque va implícito: “Todos quieren en el fondo que los demás vivan peor que ellos, nadie reclaman su identidad para luego pedir vivir peor que los rechazados”.
Ya sabemos que el equilibrio al que debemos aspirar en lo referente a la pertenencia a un grupo social determinado, no es otro que por un lado debemos sentirnos claramente inmersos en nuestro grupo, al que defendemos y, por supuesto, pensamos que es el mejor -como lo que sucede con nuestro equipo deportivo-. Por otra parte entendemos que el que pertenece a otro grupo –siempre y cuando no sea hostil con el nuestro- en el fondo es casi como nosotros y debemos buscar los medios para convivir con él. Esto anterior es lo que se defiende con la convivencia internacional. Los equilibrios se pierden por ambos lados, tanto si atacamos a otro grupo y declaramos la exclusiva valía del nuestro, como, este es el caso, si ya no creemos en el nuestro, o sentimos que ya no nos sirve, o, como es el caso de los americanos, británicos y franceses que votan “anti sistema” que se sienten desprotegidos por los políticos de su propio grupo y reclaman que sea más potenciado y que se les defienda mejor a ellos, o se les otorguen más y mejores privilegios frente a los extranjeros. Todo esto anterior ha de ser tenido en cuenta y aplicar políticas en consecuencia. Es posible, o así han votado, que estos ciudadanos sientan que al querer proteger e integrar tanto a extranjeros y minorías, a ellos se les ha dejado de lado.
Es cierto que vivimos en el espacio tiempo de la dualidad: Luz-oscuridad, invierno- verano, calor-frio, expansión-contracción, sístole-diástole…En este caso lo que ha sucedido es que hemos agotado la fase de Sístole-mirar al exterior, es decir, integración-convivencia-respeto al extranjero o diferente, para pasar a la fase de Diástole-mirar al interior, es decir, identificación-regresión-defensa de lo propio y conocido. Acaba de manifestarse claramente la fase de encerrarse sobre uno mismo para la mejor defensa de lo propio.
También es un conocimiento que manejamos en las universidades, el que los buenos y los malos no existen. Y menos aún, absolutamente. Todas las fases son necesarias, y todos acarrean consecuencias buenas y malas. La fase anterior trajo de bueno la convivencia, el comercio libre y la mayor integración de la especie al nivel planetario. Trajo de malo la dispersión, un cierto todo vale, cierta confusión ideológica y de costumbres, así como la pérdida de identidades necesarias. La fase nueva traerá mayor claridad, rivalidad de ideas, costumbres y formas de pensar, con lo de positivo y creador que ello conlleva, y de malo nos proporcionará una rivalidad que si no se equilibra en los puntos adecuados provoca la exaltación exacerbada de lo propio y el ánimo de destrucción de lo ajeno, el rechazo zafio y la discriminación. Ya sabemos –y más en Europa- como acaban las excesivas rivalidades nacionales.
Pero tranquilos, hay un principio que nadie cuestiona, tanto más grande y aplastante sea una fase, más energía acumula para la próxima. Tanto se defendió en Europa sus naciones y sub-culturas más provocó que llegase la UE y la integración casi total. ¿Quién nos iba a decir que la mejor unión sea entre Francia y Alemania? Esto es porque fueron las que más se odiaron y trataron de destruirse.
Lo que si debemos hacer es lo siguiente: Como ya somos conscientes de todas estas fases, y que una trae siempre la otra, no ser demasiado cigarras en verano, ni demasiado hormigas en invierno. Hemos de buscar constantemente el equilibrio. Ni perder nuestra identidad de repente y sin otros lazos afectivos, ni defender la existente como si ya no fuésemos a integrarnos con muchos más seres humanos adquiriendo otra nueva, que creeremos mejor, en el futuro.
Ya sabemos que el cambio es permanente.